Una de perros

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A finales del mes pasado, me solicitaron desde el diario Deia una colaboración en forma de breve relato, de cara a un número especial en vísperas de las fiestas de navidad.

Tardé unos días en dar con la idea, y esta, que seguro que ya estaba dentro de la cabeza, apareció viajando en metro.

A ver si os gusta.

Un perro, dos perros… tres perros

No se porqué se lo dije, no sé porqué la mente es tan traidora como para desvelarte de improviso, una idea tan trascendente. Sucedió una lejana tarde que jugaba con mi perra tirándole un palo por los terraplenes que desde el paseo bajo los miradores se precipita hacia el Nervión.

Se lanzaba intrépida y feliz a la caza del palo que daba volteretas en el aire. Después lo rebuscaba entre las hierbas altas que crecen a la orilla despareciendo su pequeño cuerpo entre ellas, y cuando daba con él, regresaba fatigada para volver a iniciar el juego.

Entonces se lo dije, mientras me miraba con aquellos ojos negros, profundos y sinceros: “Nunca envejeceremos juntos”.

Me sostuvo la mirada y quise creer que me entendía. Aún no sé porqué se lo dije. Después lancé de nuevo el palo y continuamos con el juego.

Años mas tarde, no sé porqué la mente es tan traidora, a medida que la profecía se iba cumpliendo, volvía intermitente aquel pensamiento a mi memoria. Ella me seguía mirando con aquellos ojos negros, profundos y sinceros, y en mi mente se materializó el credo de que ella había hecho suya la idea: “Nunca envejeceremos juntos”. Descubrí en esos instantes tan íntimos, tan de los dos, un poso de decepción en su mirada, de incomprensión ante el hecho de que nuestras vidas se juntasen siendo ella un pequeño cachorro, y unos años después, me hubiese sobrepasado hasta convertirse en una anciana.

Una mañana, se acabó lo nuestro.

No fue noticia en ningún periódico ¡a quien le podría importar! es verdad, y no no lo fue… hasta hoy que salta a los medios la noticia de que en tu pueblo o en tu ciudad, los que se quedan viviendo a otra velocidad, se ponen a cobijo, incapaces de compartir el vacío que descubren con quien amable les escucha, pero sin comprender una añoranza insospechada por sus dueños.

Que por las sendas por las que sus amigos jugaban y correteaban asustando a los pájaros, caminarán solos, a modo de despedida. Lo harán dos o tres veces, quizá no mas, y que nadie les diga que “solo era un perro”, porque en su memoria, pues hay que ver que traidora es a veces, vive el recuerdo de un amigo.

Viajo en metro. Sentado de espaldas al sentido de la marcha, a cada parada en una estación, siento que todo el peso del convoy se aplasta en mi espalda mientras frena. Resulta agradable, pero la voz enlatada que advierte de que nos detenemos en Ariz, me arranca de esa abstracción. De esa y también de la que me ha tenido ocupado durante el viaje, tomando unas breves notas en el móvil que quizá un día den luz a un escueto relato.

Y todo se ha desatado hace unos minutos, a cuenta de toparme con un perro solitario plantado ante las escaleras mecánicas que bajan a la estación, pareciendo dudar de si permitirme emprender el viaje.

Casi he alcanzado la salida a la calle. De fuera llega una fría brisa cargada de finísimas gotas de lluvia. La irritación producida por lo previsible de que llegaré casa mojado, pues el paraguas ni está ni se le espera, desaparece de improviso. Otro perro solitario, inmóvil a la salida de la estación, duda de si apartarse de mi camino y permitirme finalizar mi viaje.

A un silbido de su dueño se va, pero lo hace remolón, y antes de regresar a corretear por el parque del ambulatorio, me sostiene la mirada, tiene también unos ojos negros, profundos y sinceros.

Y como aquella vez, como otras veces, me rindo ante el instinto traidor de la mente.

 

Diario Deia, 23/diciembre/2018. Relato de Francisco Panera.
Diario Deia, 23/diciembre/2018. Relato de Francisco Panera.

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