Gaztelugatxe

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Cuando estaba enfrascado en la redacción de Mentir es encender fuego, (Nova Casa Editorial 2015) me pareció adecuado incluir de manera destacada algunos parajes geográficos por ser testigos próximos al relato de la leyenda en la que se inspiraba la novela y confieso que también por pura conveniencia, convencido de que estos lugares realzarían la trama de la historia.
Hoy escribo de uno de ellos, de un lugar que últimamente tiene una presencia mediática que a los cercanos nos resulta chocante, aunque si reflexionamos un poco, es lógico que la belleza agreste que ofrece, le convierta en uno de los puntos mas destacados de la costa vasca y mas turísticos y fotografiados del litoral cantábrico.
Gracias a la novela, dejé de verlo como lo que decían que era, para verlo como lo que creo que fue.
Gaztelugatxe es un lugar distinto, especial, como los que hay a cientos repartidos por el mundo ciertamente, pues este es uno mas.gaztelugatxe aerea
Se trata de un islote, desgajado del continente al que permanece unido por un puente de piedra, levantado sobre un lecho de rocas que forman un istmo, un estrecho y sinuoso paso que anterior al puente. aparecía y desaparecía con el ciclo de las mareas.
Sobre el promontorio actualmente existe una ermita, construcción heredera de otras que ocuparon la cima anteriormente.
Con los datos que disponemos, se calcula que la primera de esas ermitas fue construída allá por el siglo IX, lo cual era genial para que apareciese en la novela pues coincide en el tiempo con su historia y su leyenda.
Muchas construcciones de carácter religioso, tuvieron también un uso militar debido a sus emplazamientos y no hace falta echar demasiado a volar la imaginación para comprender el sentido del nombre de este lugar por su carácter inexpugnable.

Hay dos acepciones o interpretaciones a tal posibilidad. La palabra en euskera Gaztelugatxe se puede referir gaztelu = castillo y la terminación -atxe = piedra, traduciéndolo como castillo de la piedra o la peña del castillo, según la libertad con que lo hagamos,
Pero también cabe interpretar como gaztelu = castillo, y gaitz= «difícil o terrible», es decir «castillo peligroso». Así que parece claro que el origen del nombre se basa en la anterior existencia de un “castillo” en ese lugar, algunos episodios a lo largo de la historia así lo corroborarían.
Existen documentos que en mitad del siglo XI se refieren a tal lugar como San Juan del Castillo. En el siglo XIV, el señor de Bizkaia Juan Núñez de Lara se refugió en él acosado por las tropas del rey castellano Alfonso XI. Incluso en el siglo XVI se le atribuye al pirata inglés Sir Francis Drake un asalto a este lugar. Posteriormente se sucederían nuevos intentos ingleses por asaltar esta roca.
Está claro que es un sitio ideal para novelar con él y su historia, pero dejando de lado ese pasado batallador, creo que cualquiera cuando alcanza la cima de este peñasco, no puede esquivar un sentimiento especial.
Básicamente se trata de un lugar muy hermoso y no es de extrañar, que a lo largo del tiempo los hombres buscasen en lugares cómo este, espacios para dar rienda suelta a su espiritualidad.
Por ello en la novela aparece como un lugar de culto pagano, antes de que el credo cristiano lo transformase en propio.
El método era sencillo de argumentar, especialmente si venía acompañado del uso de la fuerza. Por tanto carecía de importancia lo disparatado de la historia que diese sentido a seguir ocupando un espacio de culto que ya lo era antes de que la fe cristiana comenzase a extenderse por el mundo.
Podemos imaginar lo poco afines que fueron en aquellos tiempos las gentes a cambiar su concepción espiritual de la vida y el mundo. De ello da testimonio como en el norte peninsular y especialmente en algunos lugares del territorio vasco, siglos después de la total implantación del cristianismo, los llamados credos paganos, aún seguían teniendo un buen número de seguidores, Tradiciones mantenidas en secreto, o bien camufladas y asumidas por aquella iglesia como propias para que en un asombroso ejercicio de cinismo, el transito de unas creencias a otras fuese un éxito.
Algunas de ellas han llegado hasta nuestro presente de una manera asombrosa e invitaría a cualquiera que estuviese interesado a indagar por ejemplo los motivos de la presencia de curiosas especies de árboles, digamos el Tejo, al lado de tantas iglesias y ermitas por todo el norte peninsular.
Una vez hecho, es posible que cambie la perspectiva de las líneas anteriores, y constatemos que fueron las construcciones religiosas las que se arrimaron a los Tejos.
Es así que Gaztelugatxe, como otros lugares cercanos, ya eran lugares en los que los hombres y mujeres de remotos tiempos subían para… ¿podemos decir orar?
Es posible, o quizá solo para buscar instantes de introspección, lo mismo que cuando cualquiera de nosotros al alcanzar la cima clavamos la mirada hacia el horizonte, deleitándonos con el espectáculo eterno del mar, con los acantilados que quedan a nuestras espaldas o con el rumor de las olas que rompen furiosas contra la base del islote.
Por eso sube allí el personaje de“Lope Fortún”, encontrándose con un par de tipos que se empeñan en apropiarse de aquel espacio para su credo levantando una pequeña ermita, y así poder arrebatárselo a los que ellos llaman “paganos”.gaztelugatxe1
Es gratificante escribir sobre lugares conocidos para ubicarlos tan lejanos (a mas de un milenio) en el tiempo. Describirlos tal cual son ahora, aunque insertando alguna variante que la imaginación y la lógica se encargan de aportar. Pero la fuerza de las olas, del viento, la sensación de euforia al vencer el agreste desnivel se guro que no ha variado con el paso del tiempo.
Decía al comienzo que últimamente está teniendo el lugar una gran presencia mediática. Ha sido escenario de varias películas y la guinda la ha puesto la serie Juego de Tronos al convertir Gaztelugatxe en Rocadragón. Los dragones que sobrevuelan la fortaleza de ese islote se han convertido en un nuevo reclamo, en un motivo para que miles de turistas colapsasen en periodos vacacionales ( y este verano ocurrirá lo mismo) los accesos a este lugar.
Está claro que algo ha cambiado. Hace años, éramos los de la zona los que llevábamos a quienes nos visitasen a conocer ese paraje. Esto del turismo masivo no lo conocíamos y por tanto aquellos amigos o parientes que venían a pasar unos días con nosotros, se sorprendían gratamente cuando descubrían desde la carretera que sobrevuela el acantilado, la silueta singular de Gaztelugatxe.
Después bajábamos por una estrecha carretera, antes hasta los coches podían hacerlo, y luego emprendíamos la subida.
He realizado varias veces esta excursión, casi siempre con el mismo objetivo y creo que en todos aquellos a los que acompañé, observé una expresión parecida.
Solo es un lugar más de los muchos hermosos que hay en el mundo, solo uno más.
Pero lo es.
Solo resta animaros a quienes no lo conozcáis a que si se os tercia en alguna ocasión, no perdáis la ocasión de hacerlo.
Y a aquellos que lo conocéis, a que si regresáis a su cima, reconozcáis en ella los lances que aparecían en “una novela” si es que esta fue de vuestro agrado.

Mentir es encender fuego, capítulo 8 (fragmento)

“En su descenso del acantilado constató que había alguien realizando algún trabajo en la cima de aquel peñón que parecía flotar sobre el mar como un barco amarrado a tierra.
(…)
Justo frente a él comenzaba el pequeño istmo para acceder al islote. Este paso no era otra cosa que un montón de piedras arrastradas por los fuertes oleajes que se habían acumulado sobre las rocas que surgían de las propias aguas.
El recuerdo de aquel lugar cuando lo visitó en su niñez con sus padres era diferente, era verano, el mar estaba en calma y la marea muy baja.
Ahora el continuo batir de las olas le hacía temer ser arrastrado por ellas. Al llegar a la mitad del paso observó aliviado una aparatosa pero útil pasarela, lo que le permitió completar el paso sin mayor contratiempo a la base del islote. El desnivel a salvar era de casi cien metros. Alzó la vista buscando la cima pero quedaba oculta por la curvatura de la pendiente. Ante él comenzaba una empinadísima senda con abundante gravilla. Le resultaba casi increíble que hubiese estado allí con sus padres siendo un niño, aunque tenía el vago recuerdo de que lo hizo sobre las espaldas de su progenitor. Comenzó el ascenso ayudándose de unas sogas que, bien dispuestas en los lugares más complicados y sujetas al suelo por estacas, permitían sujetarse y no caer al vacío. En los lugares que la roca lo había permitido, aparecían esculpidos algunos escalones. Ciertamente su tío se estaba tomando muy en serio habilitar un acceso hasta la cima.
A pocos metros de la cima reconoció su voz.
—¡Alto ahí! ¿Quién eres y qué has venido a hacer aquí?
Lope alzó la mirada descubriendo a un par de frailes. Uno de ellos era enorme, tanto a lo alto como a lo ancho, y blandía amenazante un martillo de cantero. El otro era algo más bajo pero de complexión robusta también, como su compañero, le cerraba el paso a la cima sujetando un pico.
—¡Buenas tardes lo primero! Soy Lope Fortún, hijo del señor de Busturia y, si los años aún no te han hecho mella en la memoria, igual hasta te acuerdas de que soy tu sobrino, así que mejor si os echáis a un lado porque voy a subir —les advirtió seguro.
Los frailes retrocedieron y dejaron que Lope ganase la cima. Nada más llegar al alto se dobló fatigado para recuperar el aliento.
Juan de Arrázola observaba con gesto grave a Lope. En otro tiempo habría respondido socarrón a la broma del joven, pero aquellas actitudes formaban parte de un lejano pasado para él, ahora era otro hombre. Bajó el pico y con la mirada instó a su enorme ayudante a que hiciese lo propio con el martillo.
—¿Qué hacéis aquí arriba? —preguntó Lope recuperado de la fatiga.
Su tío miró alrededor invitando con su gesto a que Lope hiciese lo mismo.
La cima no tendría más de veinte metros en su parte más larga y unos diez en la zona más ancha. El terreno había sido nivelado, y presentaba en su mayor parte un adoquinado un tanto hosco pero que bien cumpliría su función. Frente a él había un rectángulo perfectamente delimitado en el suelo a cuyo alrededor se estaban construyendo unos sólidos muros que aún no levantaban más de un metro del suelo.
—¡Construís un templo! —afirmó con cierto tono de admiración por la osadía de aquellos dos frailes.
—Una ermita —respondió Juan de Arrázola.
—Una ermita en honor a San Juan —añadió el otro fraile balbuceando.
Ahora Lope le dedicó una mirada exhaustiva. Sin ninguna duda su padre se lo había descrito muy bien unas semanas atrás cuando supo que el marido de su difunta hermana se había instalado allí y planeaba construir un templo sobre el islote para cristianizar aquel lugar tan simbólico para los seguidores del antiguo credo como él.
—Se ha buscado una especie de oso para que le sirva como burro de carga en el trabajo. ¡Ese cabrón de Arrázola solo ha venido a jodernos! —decía su padre colérico—. No tienen bastante con sembrar cada rincón con ermitas e iglesias, que también tiene que haber un imbécil que se aventure a hacerlo en medio del mar. ¡Y no podía ser otro que Juan de Arrázola! El miserable que le dio una vida de mierda a mi hermana, que de repente un día —proseguía aflautando la voz para conferir más ridiculez al proceder de su cuñado— abandona su vida de mercenario y, para lavar su conciencia, se nos hace fraile.
La devoción que mantenía Fruiz con aquel paraje era algo notorio. Admiraba aquel lugar tan hermoso y era por ello que en varias ocasiones había acudido allí a orar y escuchar las voces del mar y la tierra, del viento y del cielo, manteniendo una espiritualidad que no había logrado despertar tan intensa en su hijo como se manifestaba en él y, en menor medida, en su esposa.
—¿Así que en honor a San Juan, eh? Pues has escogido el emplazamiento más sencillo. —sentenció irónico.
—No se trata de sencillez, se trata del reto que es construir un templo aquí, en medio del mar… Este lugar tiene algo, este lugar es…
—Un lugar de culto —contestó rotundo Lope.
—Lo será.
—Siempre lo ha sido tío, bien que lo sabes —respondió irónico rememorando las palabras de su padre.
—No entiendo qué quieres decir —contestó retador, poniéndose con los brazos en jarra, gesto que imitó de seguido su ayudante.
Lope sonrió tímidamente, no iba entablar una batalla dialéctica por un tema que en cierta medida ni le iba ni le venía. Aun así reconocía el tesón de aquellos dos a los que imaginaba realizando multitud de viajes subiendo los materiales necesarios para la construcción.
—¿Y cuánto tiempo lleváis enfrascados en esta labor? —cuestionó buscando que el registro de la conversación discurriese de manera distendida.
—Casi un año ¿no es así? —respondió su tío.
—En otoño hará un año —contestó su ayudante.
Lope se puso a caminar comprobando los trabajos. Realmente aquellos dos sabían desempeñar el oficio de constructor, las piedras que componían lo que conformarían las paredes estaban bien labradas, parecía que gran parte de ellas las estuviesen extrayendo de la misma cima; otras, sin duda, habían sido transportadas hasta arriba. Toda la obra presentaba un buen aspecto.
—Dura tarea… ¿No habéis pensado en pedir ayuda?
—No, esto es cosa nuestra.
—Ya, pero me temo que si lleváis a buen término la labor, será entonces cuando algún obispo, o quizás algún oportunista, se quiera arrimar.
Su tío mudó el rostro a colérico. Sin duda tal idea habría pasado alguna vez por su cabeza.
—Es cierto que ahora solo soy un humilde fraile, pero también sigo siendo Juan de Arrázola y no creo que eso se le olvide a nadie —respondió apretando los puños alrededor del mango del pico—. En este mundo es muy común eso de acercarse a disfrutar del fruto cultivado por otro cuando ya está listo para ser degustado. Es común y pecado también, por muy obispo o noble que fuese quien lo intentase. Lo que cuenta es que esta es una obra que perdurará por los tiempos venideros.
—No estaría tan seguro, es un buen sitio para construir una fortificación —argumentó Lope.
—Podría ser, pero si fuese menos agreste. Ya has visto cómo es el acceso.
—Sí, pero lo que es inaccesible ahora, dentro de poco quizás no lo sea. Veo que en algunos puntos habéis comenzado a labrar en la piedra una escalera.
—Al principio, cuando íbamos habilitando el terreno, solo subíamos una vez al día. Lo hacíamos con el alba y, cuando el sol se ponía, bajábamos a la cabaña.
Lope asintió.
—Allí he dejado mi caballo.
—Pero ahora —continuó el ayudante de su tío—, debemos subir y bajar varias veces a lo largo de la jornada acarreando materiales. La construcción de una escalera en los puntos con más pendiente se hace necesaria.
Lope asentía interesado. Cuando les mostró la posibilidad de que aquel lugar, ya con un acceso transitable, se transformase en un punto a levantar una fortificación, lo hacía simplemente pensando en voz alta. Quizás sería un proyecto nada a desdeñar en el futuro.
Al oeste, el sol comenzaba a ocultarse tras los montes de Bakio, sin llegar aún a ponerse sobre el mar como ocurría en el periodo estival.
—Aún no nos has dicho a qué has venido —le cuestionó su tío.
—A orar.
—¿A orar? ¿Eres uno de esos paganos? —le preguntó apretando los puños.
—No —contestó Lope sin tener la absoluta certeza de si lo era o no, pero no convenía menoscabar el ánimo de su pariente—. Es un buen sitio y he venido a recogerme.
—Antes has dicho que era un lugar de culto, ¡y que lo era para los paganos! —insistió el otro fraile.
Lope les sonrió.
—¡Veis como lo sabíais!
—Claro que lo sabíamos, por eso estamos aquí, ¡para cristianizarlo!
—Ya, pero además de eso algo tiene, ¿no? Un enorme pedrusco desgajado de la costa y sujeto a ella por ese estrecho paso —aseveró dirigiendo su vista hacia abajo disimulando una pequeña sensación de vértigo.
Los frailes le escrutaban de arriba abajo desconfiados.
—¿Acaso vosotros no oráis?
—A diario y varias veces a lo largo de la jornada —respondió su tio.
—Pues yo hoy siento esa misma necesidad. No sé si sabéis que está a punto de desatarse una guerra.
—¿Una guerra dices?
—¡Desde luego que vivís aislados del mundo! Sabed que el ejército de Alfonso se ha adentrado en nuestra tierra y lleva varias jornadas saqueando y esquilmando todo lo que encuentra a su paso. Ha llegado el momento de poner fin a tal felonía. Contar con un hombre con tanta experiencia guerrera como tú nos sería de gran ayuda.
—Esa ya no es vida para mí. Juré que nunca volvería a levantar un arma contra otro hombre y moriré si es preciso antes de quebrar mi promesa. Si has venido por ese motivo ya puedes darte la vuelta.
—Ya te he dicho que he venido aquí a recogerme.
Lope desvió la mirada dirigiéndola a una bandada de gaviotas que revoloteaban alrededor, incapaz de revelar que subía allí arriba a borrar de sí un recuerdo amargo.
Durante el poco tiempo que duró su vida en común con Íñiga, descubrió con ella el placer de subir a los montes por el puro placer de hacerlo. Recordó cómo ella le respondía cuando lo hacían:
—¿Subir esa montaña? ¿Pero por qué, Íñiga? Si es muy alta —le argumentaba intentando excusarse.
—¿Que por qué? —contestaba ella segura, aunque le gustaba mostrar cierto misticismo en su respuesta—. ¡Pues porque está ahí!
Poco antes de caer enferma le sugirió a su esposo subir a aquel trozo de tierra que flotaba en el mar. Lope le advertía de lo peligroso de hacerlo, lo que parecía entusiasmar más aún a la joven, y lo intentó ir posponiendo con la esperanza de que lo olvidaría. Al final, la enfermedad truncó ese y otros proyectos. Quizá por ello se había acercado hasta allí buscando cerrar un episodio inconcluso de su pasado.
Al día siguiente consentiría en su nuevo matrimonio con Dalda de Estíguiz, sellando así una alianza al desposarse con la hija de Sancho de Estíguiz, conde de Durango.
Los frailes percibieron cierta melancolía en el silencio del muchacho. El sol se acababa de poner y era hora de emprender el descenso.
—Nosotros nos vamos, ¿vas a quedarte aquí?
Lope asintió. Los frailes se miraron y se encogieron de hombros. Aun así le advirtieron.
—Ahora está la marea baja, es solo así cuando se puede cruzar el paso con tranquilidad. En cosa de una hora te será imposible regresar, así que advertido quedas.
Los frailes comenzaron el descenso. Su tío de sobra sabía que Lope no era como Fruiz ni tampoco como su madre. Sabía reconocer a los de su clase, y ese muchacho estaba destinado a dirigir a los demás. Sabía moverse hábil entre dos aguas y no ofender a nadie como para considerarlo enemigo y sí levantar simpatías como para tenerlo como aliado. Tales aspectos los sospechaba inculcados en el muchacho por la extranjera de su madre desde bastantes años atrás, antes de que él abandonase al suyo propio al cuidado de los frailes de Tabira.
De pequeños, Lope y Adelio fueron buenos amigos. Primos de una edad similar, coincidían por largas temporadas los meses estivales bien fuese en su propiedad de Arrazola o en la de sus cuñados cuando su esposa acudía a visitar a su hermano Fruiz, con el que mantenía una especial vinculación que a él le exasperaba. Siempre intuyó que Lope podría ser un notable caballero y, si el joven quería recogerse esa noche antes de entrar en combate, no sería él quien le impidiese llevarlo a cabo en aquel lugar tan especial que ya sentía como propio.
Desde lo alto Lope observó el descenso de los frailes y asistió complacido a cómo uno de ellos, no acertaba a distinguir si era el más grande de los dos, tomaba de las riendas a su caballo y lo dirigía hacia la parte trasera de la cabaña. Parecía que por allí descendía un pequeño reguero de agua y sin duda el animal estaría mejor guarecido de las inclemencias del tiempo. Pasados unos instantes, comenzó a elevarse un fino trazo de humo desde el tejado de la cabaña, y por un momento lamentó no estar al calor de la lumbre que los religiosos acababan de encender. A su alrededor no encontraría nada con lo que preparar una hoguera; además, tampoco llevaba yesca y pedernal para encender un fuego.
Echó un trago de agua, por lo menos en eso sí que había sido previsor, y dispuso una manta en el suelo buscando cobijo entre los muros que, aunque levantaban poco del suelo, le servirían para guarecerse del viento que se desataba cada vez con más fuerza.
Tumbado observaba el cielo, que ahora comenzaba a mostrar, a medida que oscurecía, los primeros astros de la noche. En ocasiones se preguntaba qué sentido tenían todas esas luces nocturnas, por qué estaban ahí y para qué demonios servirían. Nunca escuchó una respuesta que le convenciese. La mayoría de ellas le parecían fruto de la superstición. Quizás la más lógica fuese que estaban ahí para servir de orientación por la noche, pero para eso habría bastado con una docena de estrellas; por el contrario, allá arriba eran miles, cientos de miles quizás.
Volvían a su mente las dudas de los frailes cuando le mostraron sus sospechas de si no sería un pagano. Lo cierto es que al negarlo tampoco les mentía. Desde joven había sido educado de manera oculta por sus padres en el culto al credo real, como ellos lo llamaban, y durante mucho tiempo se sintió parte de él, especialmente cuando al crecer descubrió lo peligroso que era mantener esa doble vida, ser cristianos de puerta afuera y ser ellos mismos de puertas a dentro. Pero no estaban solos, había muchos que como sus padres no habían abrazado la fe cristiana. En cierta manera le habría gustado ser como ellos, pero se hacía demasiadas preguntas y, aunque siempre había una respuesta para todo en la boca de su padre, lo cierto es que más bien creía que eran argumentos para justificar lo que no se entendía. Y así, se convencía de que ni los cristianos, ni los musulmanes, ni los fieles al credo de la Dama sabían ciertamente entender el mundo.
Decidió disfrutar del instante relajando la vista y perdiéndola en el firmamento estrellado. Más abajo, las olas rompían en las cuevas y túneles que atravesaban el islote por su base provocando un estruendo tal que parecía que aquel enorme pedrusco estuviese siendo demolido por la fuerza del océano. (…) ”

 

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