De la Memoria y sus semillas.

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Mi sensibilidad, diría que fluctúa en función de qué altere mi estado ánimo, por eso me apetece destacar que es la primera vez que espacio deliberadamente una lectura, por la crudeza y el trágico trasfondo de los testimonios que revela.

“Semilla de memoria, 122 relatos sobre el genocidio franquista en Canarias”, es un libro de Francisco González Tejera, colaborador con diversos medios de comunicación, realizador del programa de radio «Viajando entre la tormenta» en Radio Guiniguada y obviamente escritor. Autor de la trilogía Crónica del genocidio fascista en las islas Canarias, de la que Semilla de memoria forma parte.
Pongámonos en situación para comprender como fue la represión contra las personas afines a la república, independientemente del grado o no de implicación político, en lugares donde el alzamiento militar triunfó en los primeros días de la contienda, lugares como Canarias.

A media que iba avanzando en la lectura, asoma la diferencia con territorios en los que tampoco hubo frente de guerra pero la represión también fue brutal (Navarra, Galicia…) comprendiendo que al miedo de los perseguidos, se les suma la desazón de ser acosados en una isla. Cuando eso sucede, solo queda como refugio el mar. Y no, no lo es.

Cada uno de los relatos de Semilla de memoria, está construido sobre testimonios de sus protagonistas, de sus descendientes o de testigos de los hechos documentados que se narran.
Y ocurría, que cuando llevaba leídos un puñado de ellos, me detenía, porque no necesitaba acumularlos, si no interiorizarlos para no desproveerlos del peso de su gravedad. Por eso fui alargando esta lectura, volviendo a ella en otro momento, y así iba recorriendo algunos parajes de la isla de Gran Canaria. Como la sobrecogedora sima de Jinámar, un tubo volcánico al que fueron arrojadas muchísimas personas, algunas después de ser asesinadas, otras aún con vida después de ser torturadas. O situarme en las playas de la isla, fin de carrera, de la huida de tantos hombres y mujeres que terminarían capturados, metidos en sacos de plátanos, lastrados con piedras y arrojados al mar.

O acompañar en la imaginación a una pareja, huyendo monte arriba del acoso de una partida de falangistas, que se va quedando sin monte por el que subir… O literalmente alucinar con la historia de un chico que queda colgado de un saliente de roca, tras ser arrojado al fondo de un sima. Un episodio conmovedor de principio a fin.

En el relato, el autor es un viento que recorre las historias. Testigo invisible, por eso es viento, de los hechos y sentimientos. No se anda por las ramas y se lo agradezco, porque muestra visceral como el resentimiento devora al verdugo, como el dolor que este inflige se queda a vivir con las generaciones venideras. Como enormes actos de heroicidad y de amor, en mitad de aquel caos, estallan frente al odio.

Y al término del libro, solo puedo decir que celebro haberlo leído. Pero más aún de haber conocido a su autor. Uno, aunque va cumpliendo años, igual que cuando era un crío, sigue necesitando de referentes en la vida. Porque es alentador encontrar en otros, el arrojo que siempre quisiéramos encontrar en nosotros.
Y personas comprometidas como Francisco González Tejera, que ha recogido en sus obras docenas de testimonios a punto de ser pasto del olvido, son imprescindibles para que la historia, no se construya sobre la falsedad.

A modo de muestra, dejo un par de relatos de Semilla de memoria, compartidos por el autor, entre otros textos suyos, por las redes sociales.

La memoria colectiva, para perdurar, necesita de semillas, y este libro lo es.

Sonata del abismo
En el pequeño barco iban cuatro hombres atados de píes y manos dentro de sacos de plátanos, los falangistas los habían golpeado en la playa de Chinguarime en el municipio de Alajeró, el silencio de la noche y el suave sonido del mar apacible fueron testigos de aquellos nuevos abusos de los fascistas de la isla, los que jamás perdonarían que aquel pueblo años antes se hubiera alzado en Hermigua contra las cacicadas de los corruptos terratenientes.
Una huelga general organizada contra los dueños de la isla, los que ahora tenían carta blanca para asesinar, ejecutar su venganza, solo bastaba con dar ordenes a los sicarios de Falange y Acción Ciudadana.
Esa noche las cristalinas aguas estaban muy tranquilas, no se escuchaba nada, solo el ruido de la embarcación surcando el frío Atlántico, algún salto de los juguetones delfines, quizá los gigantescos calderones que siempre han estado asociados a esta isla mágica.
Los llantos y lamentos de los gomeros de la CNT y la Federación Obrera, con el cuerpo destrozado interrumpían el plácido transcurrir de aquella madrugada de septiembre del 36, cuando miles de canarios estaban siendo asesinados en cada rincón del desafortunado archipiélago, ahora en manos de criminales dispuestos a todo para implantar el terror, el genocidio bendecido por la Iglesia Católica que participó activamente en cada uno de los crímenes, en cada tortura, en cada tiro de gracia en la nuca de personas honradas y nobles, las que solo defendían la legalidad constitucional.
Llegó el momento, el barquillo de dos proas ancló, el hijo del cacique Plasencia bajando la cabeza en un gesto de muerte ordenó que tiraran los sacos con los hombres dentro al mar. Por un instante los fascistas se quedaron paralizados, les seguía imponiendo ese fatídico momento, el instante de que las negras aguas se tragaran para siempre a personas que conocían desde siempre. Pero el niño de papá era frío como el hielo, insensible, sin empatía con quienes iban a perder la vida solo por defender sus derechos laborales.
Uno a uno los tiraron, los chicos lloraban, solo se escuchó un insulto casi ininteligible, una especie de gemido que ya venía del otro lado de la muerte, una anunciada partida hacia lo desconocido, dentro de sacos con pesadas piedras de playa en su interior para que los cuerpos no pudieran jamás salir a flote, para tapar cualquier rastro del holocausto isleño perpetrado por criminales de lesa humanidad.
En un instante se hizo el silencio, Plasencia mandó regresar a la costa, abrieron antes unas botellas de ron de caña, ya habían estado bebiendo mientras los torturaban, era una forma de sacar de dentro los más oscuros instintos asesinos.
Tomaron un buen rato entre bromas, comentaron como los muchachos lloraban antes de morir, durante la travesía hacia el infierno marino.
– Fuertes cobardes estos rojos hijos de puta, -dijo con voz ronca el cabo Antonio Fuentes-
Todos rieron a carcajadas mientras enfilaban hacia la costa a buscar más reos, los que las “Brigadas del amanecer” iban sacando de sus casas o de las comisarías, una forma de facilitar su ejecución sin tener que pasar por tediosos y largos Consejos de Guerra.
En el fondo del mar, en el oscuro abismo, los chicos reposaban, quedaron en círculo, como si estuvieran reunidos para reorganizar la resistencia del silbo del combate, de los ancestrales tambores guerrilleros.

(*) Relato publicado en el libro «Semilla de memoria» de Francisco González Tejera.

 

La canción del niño Braulio
La hicieron pasar por loca cuando enterraron al niño Braulio en el cementerio de San Lorenzo, Lola García se pasaba el día llorando en la vieja casa de la Carretera General de Tamaraceite, no había tregua en sus llantos desde que vio que la “Brigada del amanecer” sacaba a su bebé de cuatro meses de la cuna y lo arrojaba violentamente contra la pared. Su cabecita destrozada, el manantial de sangre que bramaba entre los gritos, casi alaridos de sus hermanitos Lorenzo, Paco y Diego.
A Pancho le llegó la noticia a los pocos días en el campo de concentración de La Isleta, se vino abajo, hasta el incipiente proyecto de fuga se truncó, no podía más, casi deseaba que se ejecutara la sentencia de muerte del Consejo de Guerra de una vez por todas, que lo fusilaran de forma inmediata, como sucedió a los pocos meses, el 29 de marzo de 1937 en el campo de tiro, de exterminio, cercano al infierno donde estaba recluido por defender la democracia y la libertad junto a miles de camaradas y compañeros.
Casi nadie se acercaba a la casa de mi abuela, los vecinos de toda la vida del pueblo temían que los viera algún falangista, que cualquiera los delatara por visitar a la destrozada madre, las horas parecía no pasar, trascurrían lentas, en una agonía letal. A los pocos meses comenzó a circular un rumor de que todo era mentira, que ese niño nunca había nacido, que su madre lo había inventado para desacreditar a los criminales fascistas.
Lola salía acompañada de su hermana Rosa algunas mañanas a comprar la escasa comida, un poco de gofio, algo de pan duro, algunas papas nuevas…, había gente que cruzaba la calle para no pararse a hablar con ellas, otras personas, las más cercanas al nuevo régimen las miraban mal, hacían comentarios en alta voz, se burlaban, se reían de su dolor, otras las amenazaban al grito de “putas rojas de mierda”.
En la iglesia el cura de Tamaraceite se negó a hacerle una misa al niño Braulio, ni siquiera le dieron un parte de defunción en la parroquia de San Lorenzo, cerca del cementerio fue enterrado el 28 de diciembre de 1936, día de los Santos Inocentes, si lenta agonía desde la noche del día de Navidad, le fecha fatal en que fue asesinado, destrozado, por el grupo de esbirros encabezados por el empresario y Jefe de Falange de la isla de Gran Canaria, Eufemiano Fuentes.
Se tejió un manto de olvido intencionado, todo el mundo sabía que era cierto el crimen, pero todos callaban, el mismo día del fusilamiento de Pancho hubieron golpes en la puerta, abrían y no había nadie, se escuchaban risas, pasos acelerados de hombres corriendo, así durante toda la noche, no les dejaron dormir, los niños lloraban desalados, hasta que llegó al día siguiente la noticia de que a Francisco González Santana lo habían enterrado como a un perro en la fosa común del cementerio de Las Palmas acribillado a balazos.
Ya viejita muchos años después, en la minúscula casita de tejado de El Puente, me cogía de la mano después de hacerme el bocadillo de tortilla francesa y pan de La Milagrosa, se me quedaba mirando, sus ojos casi ciegos, sus gafas de aumento, me hablaba de lo que amaba a su marido, de lo buen padre que era, de cómo entregó su vida por la noble causa de la clase trabajadora, de las cosas del niño Braulio, de su mirada brillante, con una luz de inteligencia desconocida, que “era tan bueno”, que “apenas lloraba”, que “se dormía enseguida pegado a la teta como un glotoncito, para no despertarse en toda la noche».
Braulio sigue vivo aunque lo hayan querido enterrar para siempre, también es parte de esa memoria que nos robaron, su ternura y sus manitas cerradas moviéndose en la cunita construida con una caja de tomates, el sonido angelical de su sonrisa se sigue escuchando en las noches de invierno junto al viento infinito de la justicia universal.

(*) Relato publicado en el libro «Semilla de memoria» de Francisco González Tejera.

Enlace a entrevista radiofónica con el autor

 

Esta entrada tiene un comentario

  1. Francisco González Tejera

    Gracias querido amigo por esta entrada tan bella, estoy seguro que nos une la misma inquietud por contar lo que nos rodea en este transito por la vida, como bien dices «sentarnos a ver que pasa con nuestros personajes». En este caso de mis libros sobre la memoria reflejan una de las etapas más tristes y negras de nuestra historia. Se hace necesario contarla aunque duela, aunque no nos quede azúcar literaria para endulzar tanto horror, siempre dándonos la impresión de que no estamos relatando todo lo que sucedió, como que si hubiésemos contado lo que que realmente pasó las páginas de nuestros libros acabarían humedecidas por las lágrimas. Gracias de corazón por tener en cuenta el trabajo de este humilde constructor de letras y palabras. Abrazo muy grande y fraterno desde las islas.

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